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miércoles, 23 de noviembre de 2011

Mas allá del ver esta el mirar

El ver es natural, inmediato, indeterminado, sin intención; el mirar, en cambio, es cultural, mediato, determinado, intencional. Con el ver se nace; el mirar hay que aprenderlo. El ver depende del ángulo de visión de nuestros ojos, el mirar está en directa relación con nuestra forma de socialización, con la calidad de nuestros imaginarios, con todas las posibilidades de nuestra memoria.

El ver busca cosas; el mirar, sentidos.

Toda mirada configura, da nueva figuración. La mirada es la primera manifestación artística del hombre; un arreglar el mundo. La mirada es ya principío estético.

El hombre abrió los ojos y vió muchos seres, muchas cosas... lo que anhelaba ver y no encontraba, lo que ansiaba tener y no veía, lo convirtió en mirada. Lo hizo obra suya.

Del ver no proviene la belleza; es al mirar a quien le corresponde la gestación, el anhelo de lo perfecto. Las formas artísticas son, de por sí, miradas. Armonía, proporción, equilibrio, son estrategias del mirar; creaciones, símbolos de una antigua batalla entre la especie y la historia; una lucha entre lo dado y lo creado.

Un mirador es un sibarita: usa sus ojos para hacer espectacular lo que ve. El mirador convierte, transforma lo inmediato (visto por el mirón) en mediatez; lo obvio en obtuso, diría Barthes. Un mirador dispone, arregla, ilumina, agrega, superpone, maquilla, oscurece, emborrona, se acerca, se aleja... Un mirador de gusta, cata, rumia lo que el mirón traga con premura. Un mirador estudia, tiene un estudio; el mirón -por su afán y su pereza- se contenta con que otros le presten o le hagan la tarea. Un mirón no participa del juego; el mirador es un jugador.

El mirón es morboso; el mirador, erótico. El mirón busca la satisfacción rápida del placer; el mirador la lenta y nunca abarcable piel del goce. Por eso el mirón se aburre con facilidad, y de allí también la necesidad de nuevas cosas para ver; el mirador nunca se cansa de mirar el mismo cuerpo, la misma figura, el mismo rostro. Un mirador descubre nuevos tintes, nuevas formas; otras sombras, otros gestos. El mirador nos revela lo que el mirón apenas reconoce.

Un mirador, además de ser una persona, es un lugar. Como el señor Palomar, ese personaje de Italo Calvino, meticuloso, atento, exquisito; ese explorador de la mirada que podía leer una ola, una estrella, los amores de las tortugas o la piel de las iguanas. El señor Palomar, mirador de la luna de la tarde, la luna que nadie mira y que necesita mirarse "puesto que su existencia está todavía en veremos". El señor Palomar, mirador insigne que, desde una terraza, desliza miradas de pájaro sobre la ciudad:

"La forma verdadera de la ciudad está en ese subir y bajar de los techos, tejas viejas y nuevas, acanaladas y chatas, cumbreras gráciles o pesadas, pérgolas de cañizo y cobertizos de fibrocemento ondulado, barandillas, columnitas que sostienen macetas, albercas de chapa, tragaluces, lumbreras de vidrio, y sobre todas las cosas se alza la arboladura de las antenas de televisión, derechas o torcidas, esmaltadas u oxidadas, en modelos de generaciones sucesivas, diversamente ramificadas y retorcidas y aisladas, pero todas flacas como esqueletos e inquietantes como totems".

Hay una serie de miradas que quitan la vida y otras que la restituyen. Miradas que matan; miradas que alientan. Miradas que aplastan, imposibilitan, encarcelan, intimidan o nos dejan ciegos. La otra clase de miradas son las que vivifican, las que nos dan un nuevo aire, una esperanza. Miradas livianas éstas, imperceptibles, sutiles. Miradas que son como aire, como brisa; miradas aladas, miradas liberadoras y liberatorias.

Miramos desde lo que somos. "Todo es según el color del cristal con que se mira", dice un adagio. Es imposible, por lo mismo, encontrar sentidos fuera, si no los hay primero dentro de nosotros. Un ritmo pictórico, una forma exquisita, un gesto imperceptible, no cobran sentido sin un ojo educado, sin un ojo cuidadoso capaz de mirarlos: "un ángel sólo puede estar en la mirada de quien lo descubre". Digamos que hay grados en la mirada; desde la más obvia, la más cercana al mero ejercicio de ver, hasta la más fina y aguda, la mirada de Sherlock Holmes:

La mirada atenta, perspicaz, la "mirada de lince o de Linceo" sabe que la importancia de lo infinitamente minúsculo e incalculable, y que la punta visible del iceberg no es sino una novena parte de todo su volumen invisible. La mirada más viva y penetrante, la que infiere y abduce, es la mirada

La mirada dice sin hablar. Es un lenguaje especial. Un acto, una pragmática. De allí su poder y su carga de seducción. Sin que pronunciemos una palabra, la mirada establece puentes de comunicación, inaugura sentimientos, enciende pasiones. La mirada comunica y comunica ambiguamente. Es misteriosa. Abre y oculta a la vez. Sólo un mirador avisado conoce bien las fases del mirar, sus ciclos, sus tonalidades. La mirada, en su ambigüedad, puede conducir a un lado o a otro; y importancia de las mangas, de los sugerentes que lo que leemos como cerrazón, mirándolo con detenimiento, puede llegar a ser disponibilidad, apertura. Con la mirada nos entregamos o nos guardamos; nos colocamos distantes o nos situamos -sin movemos- al lado, junto a alguien que deseamos. La mirada, entonces, opera como un código en donde cada signo pronuncia palabras inaudibles. Mirar es aprender a auscultar con los ojos.

La mirada es el habla del silencio. Callar es hablar con la mirada. Por eso los mayores dolores, las más grandes felicidades las expresamos con miradas. En silencio. Y ese dicho que afirma que los ojos son la ventana del alma, no hace sino corroborar una idea anterior: la mirada no está en los ojos. Es más que ellos. La mirada sale de nosotros por la ventana de nuestros ojos, alumbra. El cuerpo, solidez de carne, deja entrever un centro de luz cuando abrimos los ojos. Adentro, lo opaco es claridad.

Es nuestro objetivo, como taller, realizar un aporte al papel que juegan la Creatividad y el Juego en la construcción de los nuevos paradigmas en las prácticas cotidianas.

Los seres humanos nos encontramos atrapados en una trama que hemos construido en diferentes campos. La tecnología, la economía, las comunicaciones, constituyen ejemplos que marcan la situación paradojal que debemos abordar y resolver. El mismo avance sobre la naturaleza pone en riesgo la vida del planeta.

La razón de ser de la creatividad es convertirse en una herramienta para construir una nueva perspectiva de la realidad. Es necesario un salto cualitativo que le permita al hombre pensar, sentir y hacer, modificando sustancialmente los resultados para permitir a los otros y permitirse a sí mismo una vida más plena.

La creatividad y el juego son componentes básicos y determinantes de este cambio.

Así como pensamos, así hacemos: percibimos el mundo, tratamos de explicarnos la realidad o intentamos comprendernos a nosotros mismos. Nuestras maneras de pensar y los modelos de pensamiento producidos en los diversos momentos de la historia han terminado por dar forma tanto a nosotros como a nuestro planeta.

Sí se aprende a descubrir qué nos bloquea, por qué y para qué. Se aprende a comprender las condiciones que favorecen u obstaculizan nuestro proceso y producto. Estos aprendizajes contribuyen a formar un Yo más potente, más fuerte para vivir cada circunstancia que la vida nos plantea y poder dar respuestas nuevas a viejos y nuevos problemas o situaciones. Se trata de entrenar todas las posibilidades de despliegue en todas las áreas del quehacer humano.

Creatividad y actitud lúdica no constituyen un lujo o accesorio prescindible en el mundo de hoy. Por el contrario, se requiere de ambas para realizar lecturas pertinentes con el objetivo de abordar, encaminar, generar, articular, resolver. La creatividad está presente tanto en la búsqueda de satisfacción personal como la captación de un nuevo concepto.

El juego está presente en el proceso y producto creativo. Uno de los requisitos para el desarrollo de la creatividad es la presencia de una actitud lúdica frente a los estímulos externos e internos que se presentan. La actitud lúdica contiene la flexibilidad y el fluir, que son a su vez componentes básicos de la creatividad.

La creatividad y la actitud lúdica permiten al ser humano realizar una ruptura con los objetos inmediatos de la percepción y con las concepciones que han regido los caminos de la ciencia y la experiencia. El movimiento de los planetas no cambia; lo que cambia fue la forma conceptual a través de la cual interpretamos la realidad.

Apostamos a la creatividad y la actitud lúdica para cambiar y proyectar un mundo más humano y un hombre más pleno.

La mirada, hemos dicho, también es un lugar. Digamos ahora que hay sitios especiales para que la mirada "goce". La ventana, el balcón, el palco, el mirador, la terraza, el altillo. En todos estos lugares lo que se busca es un sitio privilegiado.

Una fotografía es un ver y un mirar. El trabajo del fotógrafo, lo sabemos, es esculpir con luz. El fotógrafo talla, es decir, mira. Y cada mirada suya esculpe sobre el papel un rasgo, una parte, un ángulo.

Cada fotografía nos recuerda, nos permite reconocer que lo real está hecho de tiempo. Un álbum de fotografías es un cementerio de miradas.

Es que mirar es tanto como conocer. Y el conocimiento no es para todos los ojos, ni puede aprenderse todo de una vez. El mirar es una iniciación. Interdictos y transgresiones nos moldean, nos afinan en el mirar. Mirada y crecimiento van de la mano.Una semiótica de la mirada, es decir, una lectura de la mirada como signo, nos invita a establecer una serie de precisiones. Precisiones que buscan, sobre todo, proponer distinciones y crear diferencias

1. Cara, rostro, máscara

Antes de hablar de la mirada, debemos ubicar primero una zona mucho más amplia que es el rostro. He dicho rostro y no cara, ¿por qué? Establezcamos diferencias. La cara es física, natural; el rostro es una obra humana. El rostro es una construcción.

La cara forma parte del cuerpo; el rostro está prendido a nuestras imágenes. Sabemos de nuestra cara por los demás, pero cuando ellos nos la describen, casi nunca coincide con la que nosotros creemos poseer. Nuestro rostro es una arquitectura. Pensemos en las veces que, mirándonos en un espejo, tratamos de grabar un rasgo, una característica de nuestra cara, pero luego -aunque tratemos- no podemos reconstruirla cabalmente. La cara sólo permanece por la idealización hecha por el rostro. El rostro detiene el fluir de la cara. Y así como el rostro paraliza la acción temporal inherente a la cara, así la máscara detiene, momifica, la metamorfosis del rostro. La máscara es la Gorgona del rostro.

Rostro y máscara. La máscara endurece el gesto. Y de las variables transfiguraciones del rostro sólo guarda una forma, un arquetipo. La máscara tipifica, modeliza; conviene el viento en roca, el agua en lava seca. Ponerse una máscara, fuera de ocultar nuestra cara, es también polarizar cualquier avatar del rostro. Por lo mismo, usar máscara es una estrategia de defensa o de intimidación; las máscaras nos defienden de los dioses o nos convierten en uno de ellos. Si el rostro es contingente y mutable, la máscara es todo lo contrario. De allí su poder ritual y religioso: la máscara evita el gesto, o mejor, detiene el tiempo.

La máscara es lo eterno.

Somos guardianes, guardadores de rostros, no de cuerpos. y cuando reclamamos una presencia, lo que ansiamos es la evidencia de un rostro. Estar presente es tener un rostro. Quizá por ello, ante la mentira, lo monstruoso o la falta, nos cubrimos la cara y, así, cubiertos, construimos el rostro de la vergüenza, el temor o la culpa. Vivimos entre caras; convivimos con rostros

2. Ver, mirar

Valga otra distinción. El ver es natural, inmediato, indeterminado, sin intención; el mirar, en cambio, es cultural, mediato, determinado, intencional. Con el ver se nace; el mirar hay que aprenderlo. El ver depende del ángulo de visión de nuestros ojos, el mirar está en directa relación con nuestra forma de socialización, con la calidad de nuestros imaginarios, con todas las posibilidades de nuestra memoria.

Para el ver, la desnudez; al mirar, el desnudo. En la desnudez se está; al desnudo se llega. He aquí una distinción paralela a la que hay entre placer y goce. El placer, cercano a los órganos; el goce, vecino de la imaginación.

Ver y mirar. El ver busca cosas; el mirar, sentidos. Y si las ciencias naturales han mejorado las limitaciones de nuestro ver, son las ciencias de la cultura las que han conquistado y legitimado las diversas formas de mirar. Ver es reconocer; mirar es admiramos

3. Mirada y símbolo, estética del mirar

El salto de la vista a la mirada es un acto simbólico. Toda mirada configura, da nueva figuración. La mirada es la primera manifestación artística del hombre; un arreglar el mundo. La mirada es ya principío estético.

El hombre abrió los ojos y vió muchos seres, muchas cosas... lo que anhelaba ver y no encontraba, lo que ansiaba tener y no veía, lo convirtió en mirada. Lo hizo obra suya.

Del ver no proviene la belleza; es al mirar a quien le corresponde la gestación, el anhelo de lo perfecto. Las formas artísticas son, de por sí, miradas. Armonía, proporción, equilibrio, son estrategias del mirar; creaciones, símbolos de una antigua batalla entre la especie y la historia; una lucha entre lo dado y lo creado

4. Mirones, miradores

Así como hay una distinción entre ver y mirar, debemos diferenciar entre el mirón y el mirador. El mirón (otros lo llamarán voyeur) es alguien que curiosea. El mirón es el puente entre el ver y el mirar. Un mirón es un ser medianero. Una mirada de primer nivel. El mirador es otra cosa. Un mirador es un sibarita: usa sus ojos para hacer espectacular lo que ve. El mirador convierte, transforma lo inmediato (visto por el mirón) en mediatez; lo obvio en obtuso, diría Barthes. Un mirador dispone, arregla, ilumina, agrega, superpone, maquilla, oscurece, emborrona, se acerca, se aleja... Un mirador de gusta, cata, rumia lo que el mirón traga con premura. Un mirador estudia, tiene un estudio; el mirón -por su afán y su pereza- se contenta con que otros le presten o le hagan la tarea. Un mirón no participa del juego; el mirador es un jugador.

El mirón es morboso; el mirador, erótico. El mirón busca la satisfacción rápida del placer; el mirador la lenta y nunca abarcable piel del goce. Por eso el mirón se aburre con facilidad, y de allí también la necesidad de nuevas cosas para ver; el mirador nunca se cansa de mirar el mismo cuerpo, la misma figura, el mismo rostro. Un mirador descubre nuevos tintes, nuevas formas; otras sombras, otros gestos. El mirador nos revela lo que el mirón apenas reconoce.

Un mirador, además de ser una persona, es un lugar. Como el señor Palomar, ese personaje de Italo Calvino, meticuloso, atento, exquisito; ese explorador de la mirada que podía leer una ola, una estrella, los amores de las tortugas o la piel de las iguanas. El señor Palomar, mirador de la luna de la tarde, la luna que nadie mira y que necesita mirarse "puesto que su existencia está todavía en veremos". El señor Palomar, mirador insigne que, desde una terraza, desliza miradas de pájaro sobre la ciudad:

"La forma verdadera de la ciudad está en ese subir y bajar de los techos, tejas viejas y nuevas, acanaladas y chatas, cumbreras gráciles o pesadas, pérgolas de cañizo y cobertizos de fibrocemento ondulado, barandillas, columnitas que sostienen macetas, albercas de chapa, tragaluces, lumbreras de vidrio, y sobre todas las cosas se alza la arboladura de las antenas de televisión, derechas o torcidas, esmaltadas u oxidadas, en modelos de generaciones sucesivas, diversamente ramificadas y retorcidas y aisladas, pero todas flacas como esqueletos e inquietantes como totems".

5. Mirada flecha, mirada rayo

La mirada es un vector. Una flecha, un rayo. La mirada es algo que uno "lanza" o recibe de otro. Mirar es lanzarse. Cuando la mirada es flecha, juega a la velocidad, al tiempo; cuando es rayo, la mirada es luz, espacio. Rápida como una flecha, coruscante como el rayo. La mirada brilla, resplandece. No sólo traspasa sino que, además, asombra. La mirada es un impacto de luz. Un flechazo que hiere nuestros ojos. Perseguir, dirigir, echar, clavar, tirar, posar, intimidar...son verbos que acompañan la acción de mirar. Es que la mirada posee un doble origen: por ser hija de la flecha es humana, pero, por ser su padre el rayo, es divina. La sangre y el fuego le pertenecen. Por eso, por su calidad de lanza, de saeta, el mirar es un campo de batalla. De una parte se intenta invadir, penetrar con la mirada y, de otra, resistir, aguantar, sostener la mirada. Al mirar entramos en un campo de mirada de fuerzas:

"Y lo miré fijo a los ojos, y él me miró con esos suyos, tan azules y profundos, tan hermosos: los mismos ojos del abuelo Antonio en esa única fotografía que quedó de él, ojos de expresión grave, de sujeto orgulloso, bien portado, hosco y altanero. Ojos de tipo gritón y arisco, desconfiado y autosuficiente... Enrico me miró y yo le sostuve, la mirada y al cabo acomodó los cubiertos sobre el plato sucio y sólo dijo, suavemente y bajando apenas esos ojos impresionantes: 'tenés razón'. Y al cabo de un silencio que era en cierto modo un ruego y a la vez una declaración de principios, agregó: 'hagas lo que hagas, siempre, ésta será tu casa', y después suspiró y yo también y creo que en ese momento nos quisimos más que nunca pero no fuimos capaces de decirlo..."

6. Miradas pesadas, miradas livianas

Si tuviéramos que hacer una taxonomía de la mirada, una clasificación, yo empezaría por una categoría lo suficientemente general. Hay una serie de miradas que quitan la vida y otras que la restituyen. Miradas que matan; miradas que alientan. Las que matan y sus diversidades, están hechas de plomo. Pesan. Dan pesares. Son miradas duras y duraderas. Miradas que aplastan, imposibilitan, encarcelan, intimidan o nos dejan ciegos. La otra clase de miradas son las que vivifican, las que nos dan un nuevo aire, una esperanza. Miradas livianas éstas, imperceptibles, sutiles. Miradas que son como aire, como brisa; miradas aladas, miradas liberadoras y liberatorias.

Valga de paso una aclaración. La mirada puede dársenos como premio o como castigo. Lo que en Narciso, por ejemplo, era mirada gratificante, fue luego, mirada terrible, dolorosa. La levedad de una mirada compasiva, si es falsa, puede convertirse en humillación. Y la pesadez de la mirada de odio, parece de aire, cuando se torna perdón. Pesadez y levedad dicen de la
mirada su constancia y su ritmo, su frecuencia y sus intervalos. La mirada, flecha de luz, sabe que ella contiene la posibilidad de la sonrisa o el llanto.

La mirada y sus taxonomías. Milan Kundera escribe: "sería posible dividimos en cuatro categorías, según el tipo de mirada bajo la cual queremos vivir. La primera categoría anhela la mirada de una cantidad de ojos anónimos, o dicho de otro modo, la mirada del público... La segunda categoría la forman los que necesitan para vivir la mirada de muchos ojos conocidos... Luego está la tercera categoría, los que necesitan de la mirada de la persona amada... Y hay también una cuarta categoría, la más preciada, la de quienes viven bajo la mirada imaginaria de las personas ausentes. Son los soñadores..."

7. Firmeza y torpeza en el mirar

Miramos desde lo que somos. "Todo es según el color del cristal con que se mira", dice un adagio. Es imposible, por lo mismo, encontrar sentidos fuera, si no los hay primero dentro de nosotros. Un ritmo pictórico, una forma exquisita, un gesto imperceptible, no cobran sentido sin un ojo educado, sin un ojo cuidadoso capaz de mirarlos: "un ángel sólo puede estar en la mirada de quien lo descubre". Digamos que hay grados en la mirada; desde la más obvia, la más cercana al mero ejercicio de ver, hasta la más fina y aguda, la mirada de Sherlock Holmes:

"- Me pareció que observa usted en ella muchas cosas que eran completamente invisibles para mi.

-Invisibles, no Watson, sino inobservables. Usted no supo mirar, y por eso se le pasó por alto lo importante. No consigo convencerle de la son las uñas de los pulgares, de los problemas que se solucionan por un cordón de los zapatos... Nunca confié en las impresiones generales, amigo, concéntrese en los detalles".

La mirada atenta, perspicaz, la "mirada de lince o de Linceo" sabe que la importancia de lo infinitamente minúsculo e incalculable, y que la punta visible del iceberg no es sino una novena parte de todo su volumen invisible. La mirada más viva y penetrante, la que infiere y abduce, es la mirada policíaca.


8. Silencios que miran, miradas que hablan

La mirada dice sin hablar. Es un lenguaje especial. Un acto, una pragmática. De allí su poder y su carga de seducción. Sin que pronunciemos una palabra, la mirada establece puentes de comunicación, inaugura sentimientos, enciende pasiones. La mirada comunica y comunica ambiguamente. Es misteriosa. Abre y oculta a la vez. Sólo un mirador avisado conoce bien las fases del mirar, sus ciclos, sus tonalidades. La mirada, en su ambigüedad, puede conducir a un lado o a otro; y importancia de las mangas, de los sugerentes que lo que leemos como cerrazón, mirándolo con detenimiento, puede llegar a ser disponibilidad, apertura. Con la mirada nos entregamos o nos guardamos; nos colocamos distantes o nos situamos -sin movemos- al lado, junto a alguien que deseamos. La mirada, entonces, opera como un código en donde cada signo pronuncia palabras inaudibles. Mirar es aprender a auscultar con los ojos.

La mirada es el habla del silencio. Callar es hablar con la mirada. Por eso los mayores dolores, las más grandes felicidades las expresamos con miradas. En silencio. Y ese dicho que afirma que los ojos son la ventana del alma, no hace sino corroborar una idea anterior: la mirada no está en los ojos. Es más que ellos. La mirada sale de nosotros por la ventana de nuestros ojos, alumbra. El cuerpo, solidez de carne, deja entrever un centro de luz cuando abrimos los ojos. Adentro, lo opaco es claridad.

9. El poder de la mirada, la mirada del poder

La mirada es un dominio. Ser mirado es estar expuesto. Mirada y desnudez son polos de un mismo acto. Cuando miramos develamos o desvelamos: quitamos los velos o el sueño. Ser objeto de mirada es como andar desnudo. Cuando alguien nos mira ejecuta en nosotros una expoliación.

Pensemos que buena parte de la "urbanidad de la mirada" estriba en ese no desnudar de una vez, en mirar con cierto disimulo, en mirar discretamente. Y en esa misma urbanidad del mirar se inscriben también el pudor y la perversión.

La mirada, hemos dicho, también es un lugar. Digamos ahora que hay sitios especiales para que la mirada "goce". La ventana, el balcón, el palco, el mirador, la terraza, el altillo. En todos estos lugares lo que se busca es un sitio privilegiado.

Un lugar excepcional, entre otras cosas, por estar en lo alto. Arriba. Tal deseo de querer mirar por encima, abarcando la mayor parte posible, puede ayudarnos a entender la fascinación del hombre por los tronos, los pedestales, las tribunas. Son innumerables las relaciones que hay entre mirada y poder. Desde lo alto logramos mirar todo o casi todo. A la par que nos hacemos menos tocables, podemos controlar, dominar con nuestra mirada. Superioridad e inferioridad son coordenadas del mirar.

Digamos de paso que cuando otro nos mira en totalidad consigue un poder omnímodo sobre nosotros. De pronto sea esa la razón por la cual nos desnudamos en la penumbra; para que el otro no posea sino fragmentos de nuestra piel. Quizás ese sea el encanto del claroscuro: dejar ver y ocultar al mismo tiempo. A lo mejor el acierto de algunos desnudos consiste en el manejo de la sombra -siempre pudorosa- que se resiste a la mirada total de la luz.


10. Memoria de la mirada, la mirada fotográfica

Una fotografía es un ver y un mirar. Como resultado del ojo mecánico o electrónico, participa de las mismas características del ver humano. En cuanto que el fotógrafo la elige, la delimita, la selecciona, la encuadra, la revela, la fotografía es un mirar. Mecánica y tacto; química e imaginación la forman, la conforman. Una parte de la fotografía (la lente) es limitación; la otra (el mirador) es horizonte ilimitado.

Fotografiar es solidificar. La fotografía es máscara. Máscara en cuanto detención definitiva de lo virtual, de lo discursivo de la vida. La mirada del fotógrafo es la mirada de Medusa. Detener, retener, convertir en piedra. El trabajo del fotógrafo, lo sabemos, es esculpir con luz. El fotógrafo talla, es decir, mira. Y cada mirada suya esculpe sobre el papel un rasgo, una parte, un ángulo. Medusa que repite "Mírame"... y, al mirar al fotógrafo, él nos fija. Para siempre.

Una fotografía es la memoria de la mirada. El fotógrafo nos revela. Nos revela la evidencia de ser seres temporales. Cada fotografía nos recuerda, nos permite reconocer que lo real está hecho de tiempo. Un álbum de fotografías es un cementerio de miradas.

11. Basilisco, Medusa, los monstruos mirantes

El monstruo es un símbolo de nuestra intimidad, de nuestra profunda memoria psicológica. El monstruo es nuestro doble. Un "otro", una segunda piel, una zona difícilmente cognoscible. Opaca, oscura, múltiple, inconexa, fragmentaria. Un monstruo no hace sino recoger esa suma de características y darles una corporeidad, una figura, una representación visible. De allí la cantidad de brazos, la heterogeneidad de órganos, la unión de partes contradictorias; de allí esa recurrencia a los mil ojos. O el ojo que mata, o el ojo que petrifica. El monstruo es un símbolo de lo que ansiamos ver pero que no podemos mirar. Y, si miramos, debemos morir.

Hagamos memoria: un ave reptil que mataba envenenando con su mirada; un ser alado, con escamas, con grandes dientes y con serpientes por cabellos, capaz de volver piedra lo que miraba. Basilisco y Medusa. O los ojos centellantes que envenenan el aire; los ojos del basilisco "qué sólo mediante su mirada mata, sin curación alguna, a aquellos quienes mira primero, pues el veneno que les arroja los emponzoña hasta el corazón". O el rostro tan feo de Medusa que "quien lo mira queda petrificado por el terror". En ambos casos, encontrarse frente a frente con el monstruo, mirarlo, es tanto como fallecer. Y la única salida, la única salvación, es seguir de cerca los consejos de Minerva a Perseo: "una vez que llegues delante del monstruo, míralo con el espejo, cuidando de no mirar en otro lado al espeluznante rostro". El espejo es el amuleto, lo que mata el monstruo. Hermosa imagen para decir o simbolizar el recorrido oblicuo, transversal, de llegar a nuestro interior. Es a través de un "tercero" como logramos conocer, mirar, las zonas más espantosas de nosotros mismos. Sólo con un espejo podemos "detener", fijar, nuestro lado oscuro. Y, ya hecho máscara, entonces, hacerlo nuestro. Aceptarlo.

El monstruo muere cuando se reconoce. Salir de la monstruosidad es una tarea de anagnórisis. Somos abisales; es un enorme y laberíntica selva submarina la que alberga nuestros monstruos: pasiones, pulsiones, fantasías; grifos y serpientes, quimeras y demonios; esfinges, dragones, bestias, vampiros... A lo mejor, todo monstruo desea emerger y, de pronto, para encontramos con algunos de ellos, tenemos que sumergimos en nuestras aguas más insondables. Si el monstruo emerge, y no estamos prevenidos, moriremos. Pero si contamos con un espejo -el "espejo de la verdad", dice Paul Diel- seguramente traeremos a tierra la cabeza de uno de nuestros monstruos. Ya en la playa podremos contemplarlo en plenitud, mirarlo detenidamente. "Ese también soy yo", diremos. Y podremos ponerlo como enseña en nuestro pecho; sí, como un escudo protector.

12. Mirada y moral, las miradas prohibidas

Orfeo pudo conquistar la felicidad siempre y cuando no hubiera vuelto la mirada; la esposa de Lot se habría salvado, si no hubiera mirado hacia atrás; Moisés no debía mirar la zarza ardiendo; algunas leyendas hablan del precio que se paga por ver el monstruo: descuartizamiento o pérdida de la vida. En buena parte de Occidente cerramos los párpados de nuestros muertos para que no miren, para que su mirada fija, impasible, no nos atemorice... No debemos mirar a nuestra madre desnuda, Edipo; no debemos mirar dentro de lo sagrado, tabú... La mirada abarca a toda la cultura. Cada pueblo posee sus propias reglas, sus prohibiciones sobre o alrededor de la mirada.

Es que mirar es tanto como conocer. Y el conocimiento no es para todos los ojos, ni puede aprenderse todo de una vez. El mirar es una iniciación. Interdictos y transgresiones nos moldean, nos afinan en el mirar. Mirada y crecimiento van de la mano: "no debes mirar, ya puedes mirar". Aquí, lo erótico, permitido; allá, lo pornográfico, prohibido. Aquí la insinuación de las formas, permisivo; allá el realismo de los órganos, agresivo. Sobre la mirada se legisla; las morales y los credos la convierten en su comodín: "si miras, te condenas; si no miras, te salvarás"

13. La mirada amorosa, la mirada que siembra

Tomas Segovia escribe que "los amantes se miran a los ojos, un punto antes de que el amor los vea", y Pedro Salinas dice: "lo que se ha mirado así, día a día, enamorándolo, nunca se pierde, porque ya está enamorado". Son infinitos los versos, los poemas dedicados a la mirada, más en todos ellos, por lo general, la mirada que se canta es la mirada del amor. "Pues el mirar es sólo la forma en que persiste el antiguo deseo", comentaba Luis Cernuda. "Tal vez amar es aprender a mirar... Las miradas son semillas; mirar es sembrar", nos lo ha repetido Octavio Paz.

La mirada amorosa, sobre todo, siempre, inventa, puebla mundo: "sabemos posar un beso como una mirada / plantar miradas como árboles". Esa mirada amorosa, gestora, es la misma mirada capaz de otorgar un ser, un nombre: "de mirarte tanto y tanto / del horizonte a la arena, / despacio / del caracol al celaje, / brillo a brillo, pasmo a pasmo,/ te ha dado nombre: los ojos / te lo encontraron, mirándote..." La mirada amorosa insufla nueva vida; da u otorga fuerza: "es bajo tu mirada donde nunca zozobro;/ es bajo tus miradas tranquilas donde cobro / propiedades de agua...". La mirada amorosa vivifica.

Además de instaurar un territorio de vida, la mirada amorosa también revela a los amantes. Pone al descubierto secretos, ansiedades. Es el lenguaje de las más profundas confidencias: "dice tu mirada / que de noche, a solas / suspiras y dices en la sombra / las terribles cosas..." Más esta revelación de la mirada amorosa es un misterio: esconde a la par que muestra. Seduce: "en tus ojos, un misterio; / en tus labios, un enigma./ Y yo, fijo en tu mirada/y extasiado en tus sonrisas". La mirada amorosa, entonces, es la mirada que reconoce en el silencio las secretas palabras del deseo.

La mirada amorosa, la que al mirar presiente paraísos, otea sueños, descubre frescas aguas, es la mirada cantada una y otra vez por Dante: "y si alzo los ojos para miraros, se inicia en mi corazón un estremecimiento que hace que el alma se separe de los pulsos". Mirada amorosa llena de ansiedad, de susto, de angustia. Mirada esquiva, a veces; desafiante, otras. Mirada provocativa, incitante, excitante. Mirada de los indicios. Con ella reclamamos, nos reconciliamos o nos decimos adiós: " ¿por qué no despedirse de frente, sí, de frente, ir paso a paso atrás, pero mirándose, de modo que la última imagen de nosotros fuera siempre la de unos ojos que aunque ya no ven siguen mirando siempre a lo que quieren"?

La mirada amorosa es la más bella de las miradas porque permite reconocemos. Porque es la mirada que otorga un rostro a nuestro cuerpo; porque es la mirada que nos salva de la soledad y del olvido. Así sea, momentáneamente.

14. El grano del mirar, bifrontalidad de la mirada

Lo mejor de la mirada, su destello; lo peor, su fulgor. Espontaneidad y saturación constituyen el grano del mirar. La mirada inesperada, gratuita, nos atrae; la mirada previsible, rutinaria, nos repele. Nos fascinan las miradas esbozadas, sin terminar; nos fastidian las miradas acabadas, concluidas. Las miradas privadas, cautivan; las miradas públicas, ofenden.

"La mirada acaricia Fijándose y desdeña Apartándose", escribió Luis Cemuda. El mirar da o no ofrece privilegios. La mirada puede otorgamos un nombre o dejamos en el anonimato. Caricia cuando somos elegidos; desdén, si nadie nos elige.

El mirar es bifronte. Uno de sus flancos contiene las anunciaciones; otro, las renuncias. U no de sus frentes es abundancia de presencias; otro, escasez, carencia. La mirada es bifronte: o es mapa o laberinto. La mirada puede indicamos el camino a la ternura o dejamos en la intemperie del abandono... Amos y esclavos somos del mirar... "¡Mírame, no dejes de mirarme!. No. ¡Ya no me mires, no quiero tu mirada!. Insisto. ¡Mírame, o ya no merezco que me mires!... ¡Mírame!

15. La mirada y el espejo, el autorretrato

Mirarnos. Ver un espejo y reconstruir la mirada de nuestro ser. Decimos: ese soy yo. ¿Cuál era el afán de van Gogh que motivó tantos autorretratos? ¿Cuál era la causa de tal insistencia? Rembrandt también fue un obsesivo. Y Darío Morales, al final de sus días. Hacerse una serie de autorretratos. ¿Para qué? ¿Qué hay de diferente en nuestro rostro de un día a otro, de un mes a otro mes? Qué hay de distinto, para que pueda ser mirado. Quizás la mirada más compleja, la mirada que muy pocos podemos proponernos como tarea sea la de indagar el lento cambio de nuestro rostro. Su aparición y desmoronamiento. Un rostro es un paisaje. Y, al igual que la naturaleza, va asumiendo nuevos pliegues, nuevas manifestaciones. Nuestro rostro cambia como varía la tierra, imperceptiblemente. Nuestro rostro es otra geografía: invisible. De allí que la insistencia en el autorretrato sea el oficio de aquellos trabajadores del mirar, de los topógrafos, de lo orógrafos del tiempo. Recordémoslo: ese rostro que vemos igual cada día, no es el rostro de ayer, ni mucho menos el rostro de mañana. Repitámoslo: más allá del ver está el mirar; más allá del espejo está el tiempo.

José Luis Cuevas hace un autorretrato y José Emilio Pachecho le canta: "aquí me miro ajeno/ me desdoblo / para mirarme como miro a otro/ lentamente mis ojos desde dentro/ miran con otros ojos la mirada / que se traduce en líneas y en espacios. Mi desolado tema es ver qué hace la vida / con la materia humanal cómo el tiempo/ que es invisible / va encarnando espeso / y escribiendo su historia inapelable / en la página blanca que es el rostro..."

16. La mirada imposible, la mirada vacía

Cómo quisiéramos entrar en la muerte con los ojos abiertos, así como soñaba Adriano, el personaje de la novela de Marguerite Yourcenar; cómo no mirar ese último paisaje de la vida. Poder mirar la propia muerte. Sin embargo, esa es la mirada imposible. La no mirada. Quiero que se me entienda bien, la mirada imposible no porque falten los ojos, sino porque ya no hay tiempo en nuestras venas. Somos mirada en tanto transcurrimos; después, el silencio de los ojos. Mutismo de la mirada. La mirada del morir es el espejo de la mirada. Cambiamos de ruta y empezamos a miramos, a mirar hacia dentro. Eso lo intuimos, lo imaginamos. Entonces, ¿por qué esa mirada es imposible? Porque ya no nos sirven los ojos de este mundo, porque tenemos que cambiar de miradores.

Sabemos que en el sueño miramos, pero lo sabemos porque despertamos. En la mirada del morir, en cambio, no hay despenar. Sólo fijeza, máscara. Disparo hacia dentro, luz que apaga un resplandor. Mirada vacía de mirada.




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